El tiempo que pasa, predestinado a cumplir
rigurosas cronologías, a enmendar fragorosas profecías urdidas en dogmáticas
sentencias, a cubrir con el manto del olvido los pies fríos de la nostalgia.
Alguna vez no fue así, el tiempo no importaba,
“pero recuerdo cuando éramos jóvenes”
cantó alguna vez Ian Curtis.
Entonces contemplaba un barquito de papel
flotando en un estanque, el sordo silencio de la tarde y la brisa tenue, apenas
perceptible...
Un sol blanquísimo en la infancia que aletarga la tibieza del atardecer, como quien traza un puente en el crepúsculo de una existencia.
Eso sería el tiempo.
Solemos agregarles años a esas lloviznas
y lo único que ciertamente anhelamos es estar
en casa.
Traigo a la memoria aquel barco ebrio de Rimbaud...
Si yo deseo un agua de Europa, es la de la charca
negra y
fría donde hacia el crepúsculo embalsamado
un niño
en cuclillas lleno de tristezas, suelta
un barco
frágil como una mariposa de mayo.
Yo ya no puedo, bañado por vuestras languideces,
oh olas,
seguir la estela de los cargueros de algodones,
ni atravesar
el orgullo de las banderas y los gallardetes,
ni nadar
bajo los horribles ojos de los pontones.
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