sábado, 24 de octubre de 2009

Hallazgos

Cuando algo se pierde para siempre solo queda el silencio, hasta que el azar conecta un hallazgo con un desamparo.

Pienso en aquel que encontró los ejemplares de “Una temporada en el infierno” cuando se creía que el gran Arthur los había destruido, pienso en los “papeles encontrados” de Julio Cortázar, mismo los rollos del Mar Muerto, fabulosa literatura que un viejo mercader comerció ingenuamente. Pienso en los manuscritos de Tombuctú, aquellos que los vientos del Sahara no pudieron ocultar.

Que vicisitud la de quienes pueden compartir, tiempo después, aquello que por elección o decisión estaba destinado al olvido o al fuego, al oscuro encierro de un cajón. Luego ocurre un extraño e inquietante mecanismo: el texto rescatado de profundas arenas pasa a las manos de alguien que estaba destinado a comprender sus símbolos, luego ese alguien convence a un editor de publicar el hallazgo, que se creía perdido. Meses después, otro alguien lee, desde un suburbio de un país perdido, aquello que tal vez condicione su sistema de pensamiento.

Alguien teje, y a su vez, es tejido por una inextricable cadena de construcciones deletéreas, la infinita trama de la lectura, el precario derrotero del desvaído manuscrito.


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