martes, 23 de febrero de 2010

Lo dado...

La historia prosigue bajo el pliego de una disonancia, el iridiscente canto no encuentra su puente, el cuerpo proyecta su sombra y es lo único que se aleja.

Hace poco leí un interesante artículo en torno a la escritura de Alejandra Pizarnik y su imposibilidad de escribir una novela. Probablemente se trate de una especie de martirio para ciertos escritores, la necesidad de incursionar en diversos géneros literarios y no poder hacerlo, la búsqueda de otro tono que permita alcanzar, junto con el éxtasis, una suerte de verdad y de consuelo, acaso recoger verduras luego de haber cultivado viñedos.

Con la escritura de Jorge Luis Borges tengo una desvergonzada conjetura, yo creo que supo -tuvo que saber-, que con los poemas publicados en su juventud (sus primeros libros de poesía) no había logrado el impacto que tal vez esperaba, tanto en la crítica como en el ámbito intelectual de su época, y probablemente, merced a esta percepción, haya evaluado, tal vez con cierta tristeza, dirigir sus esfuerzos hacia otras orillas, como finalmente ocurrió con sus cuentos y su narrativa.

Fabián Casas ubica en el esquivo terreno amoroso la irrupción del mejor Borges, luego de haber asistido a una velada de la mano de Norah Lange, quien finalmente se retiró de la fiesta, pero esta vez de la mano de Oliverio Girondo, enemigo estético del autor del Aleph. Casas conjetura que a partir de esta infeliz decepción nace el mejor Borges conocido. Otros citan el famoso corte con el batiente de una ventana, que lo tuvo con una septicemia al borde de la muerte, y en donde su madre diría luego que “algo cambió en su cerebro desde entonces” situando el comienzo de sus cuentos fantásticos.

Sin embargo, hay una anécdota de Borges con un taxista quien, con lágrimas en los ojos, se negó a cobrarle el viaje, Borges advirtió esto con su acompañante y comentó lo siguiente: “que raro que la gente tenga estos sentimientos hacia mí, será porque soy viejo, ciego y poeta”.

De algún modo, “Los conjurados” cierra el círculo tal como Borges lo hubiera querido, despidiéndose como un poeta. Luego la historia prosiguió.

Para Pizarnik, la poesía era lo dado, solía decir que no era ella quien la escribía, y, según lo explica Tamara Kamenszain [Revista Ñ, 20/2/2010 página 19] “el sufrimiento no consistía tanto en no poder hacerla sino en no poder sacársela de encima. Ella quería liberarse, con la prosa, de ese lastre retórico que la poesía suele acarrear”.

Vayan las razones en medio de lo calcinado.


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