domingo, 30 de octubre de 2011

Sobre la crítica de poesía entre poetas

Me interesa este enfoque (voy a volver sobre el mismo en otra oportunidad), no puedo decir si ha dejado de ser frecuente, pero no escucho hace tiempo de poetas que se junten para la lectura crítica de sus poemas. Fabian Casas rememora el hecho de cuando formó parte de la mítica revista de poesía 18 Whiskies (aquel “record” de Dylan Thomas), diciendo que en aquellos encuentros no había nada personal en la crítica dura de los versos, se trataba de un trabajo a favor de la poesía. Casas cita a García Helder como uno de sus maestros: un tipo que no te enviaba a cazar osos con una escopeta sin balas, una práctica que trasciende la literatura. Hubo otros que se tomaron el tiempo de analizar la poesía ajena, Juan Gelman, José Luis Mangieri (su mítica casa de Floresta fue muy frecuentada por jóvenes escritores), Leonidas Lamborguini, Joaquín Guiannuzzi y Rodolfo Alonso entre otros.
En este punto me interesan los aparatos críticos que se pueden generar en torno a la obra de un escritor. Recuerdo hace años que teníamos esa práctica con algunos poetas, alguna vez nos juntamos en el bar “La academia” en Capital, una vieja pizzería con billares al fondo donde los parroquianos suelen apurar una ginebra mientras ven pasar las cosas. No sé porqué esa noche la recuerdo en detalles, como si hubieran sido varios los encuentros y se pudieran condensar en cuatro o cinco horas de conversación, tal vez así haya sido, porque no deja de sorprenderme que tanta intensidad pueda “caber” en una noche donde la poesía era el eje y sentido de toda ocurrencia, de toda idea o reflexión. Ciertamente pensaba dar los nombres pero prefiero preservar sus historias de vida, de algún modo también incide en todo esto la idea o certidumbre de estar acercándome lentamente a una curva donde no quiero proseguir con un pasamontañas. Aquella noche estuvo un legendario poeta de los suburbios, algo así como una leyenda urbana, luego había un hombre que parecía anciano cuyo nombre no recuerdo, un muchacho que parecía joven cuyo nombre tampoco recuerdo (y que recitó sus versos en voz alta, haciendo callar a los jubilados que gritaban su juego de cartas en la mesa cercana), una mujer de versos flamígeros y yo, sentado en el medio de una mesa rectangular, leyendo y escuchando, aportando desde mi comprensión lo que me sugería cada lectura, cada verso de cada poeta. La noche se hizo larga pero eso no importó, recuerdo que todos tenían un registro similar a la poesía de Zelarayán, que en ese momento no conocía, salvo los textos de la mujer, cuyos versos eran como fluctuaciones candentes de un volcán, arrojando imágenes con la violencia de lo oculto, mientras buscaba comprensión de nuestra parte, o al menos eso dejaba intuir su mirada luego de detenerse en la lectura, recuerdo que las críticas eran directas, sobre todo las del poeta legendario, que cuando la poetisa se fue al baño aprovechó para leernos un poema que hubiera sido aplaudido por Oliverio Girondo, pero no apto para mujeres. Ese poema está en un papel y vaya a saberse si este artista lo publicó.

Después nos perdimos en la noche, pasamos por un lugar donde había algunos japoneses parecidos a la película Babel (la mirada es anacrónica, la película no existía entonces) cantando un cumpleaños o algo parecido a pesar de la ginebra con coca y la caminata impar, nos sumamos al coro de cumpleaños con cierta empatía, compartimos unos tragos sin cruzar palabras, y partimos esquivando los vahos de las alcantarillas para que la calle Corrientes nos terminara envolviendo en las mesas de las librerías, insólita y gratamente abiertas a esas horas de la madrugada, leyendo algún poema al azar, comprando algún libro y creyendo que esas cosas quedarían para siempre.

Cinco poetas caminando juntos bajo la noche urbana, con el obelisco de fondo.
Vaya cosa.

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