Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.
De Casa tomada, Julio Cortázar.
Hacer, de tanto en tanto, el ejercicio de volver al barrio de la infancia, pero despertarse en los habituales días de antaño, por ejemplo un domingo a la mañana, ir a comprar el diario y el pan, se verá que en algún momento ocurre, el tiempo se hace añicos, y en ocasiones preferimos dejarlo donde está, como cuando encontramos algún poema en el cajón, versos de un tiempo que ya no existe, y que sería imperdonable que la posteridad convierta en otra cosa.
Al entrar a la panadería encontré a la misma señora de siempre, como si aquello llamado tiempo fuera la trama de una película imprecisa, donde ocasionales actores representan resignadamente un eterno papel secundario.
Pero hay algo que me suele dejar circunspecto, y es un pequeño galpón, en la casa de mis padres, donde dormí un par de años. Tiene un mueble pintado de negro lleno de perchas sin camisas, papeles viejos, algunas escrituras amarillentas, revistas apiladas en el suelo, cajas, recuerdos…como si esas puertas, al abrirse, despidieran un viento quieto, herrumbrado, incluso sin nostalgia. Como si guardaran el ceniciento traje de un esqueleto.
Pateé fuerte la pelota de mi infancia, rebotó en una pared y fue a parar al galpón donde estaba ese mueble, entonces pude ver, al entrar, la misma ventana desde donde miraba el mundo, casi veinte años atrás, y la silla vacía, sin crepúsculo ni desdén. Pero ocurrió en un segundo, aquel adolescente que fui me miró en silencio, sentado enfrente de la ventana –su ventana- y no encontré resquemor en su mirada, de algún modo seguía viviendo su mundo, parecía decirme que estuvo bueno mirar la lluvia desde ahí, que todo lo meditado está esperando ser corregido y enmendado, que los sueños persisten a pesar de las alas polvorientas, que no hay razones para quemar el pasado.
Soy de olvidar la fecha de los muertos, todo aquello debería ser un prado de flores silvestres, y no un recuento de lápidas y recordatorios, pero esta vez, al irme una vez más de aquella cueva, me pareció justo no cerrar la puerta.
De Casa tomada, Julio Cortázar.
Hacer, de tanto en tanto, el ejercicio de volver al barrio de la infancia, pero despertarse en los habituales días de antaño, por ejemplo un domingo a la mañana, ir a comprar el diario y el pan, se verá que en algún momento ocurre, el tiempo se hace añicos, y en ocasiones preferimos dejarlo donde está, como cuando encontramos algún poema en el cajón, versos de un tiempo que ya no existe, y que sería imperdonable que la posteridad convierta en otra cosa.
Al entrar a la panadería encontré a la misma señora de siempre, como si aquello llamado tiempo fuera la trama de una película imprecisa, donde ocasionales actores representan resignadamente un eterno papel secundario.
Pero hay algo que me suele dejar circunspecto, y es un pequeño galpón, en la casa de mis padres, donde dormí un par de años. Tiene un mueble pintado de negro lleno de perchas sin camisas, papeles viejos, algunas escrituras amarillentas, revistas apiladas en el suelo, cajas, recuerdos…como si esas puertas, al abrirse, despidieran un viento quieto, herrumbrado, incluso sin nostalgia. Como si guardaran el ceniciento traje de un esqueleto.
Pateé fuerte la pelota de mi infancia, rebotó en una pared y fue a parar al galpón donde estaba ese mueble, entonces pude ver, al entrar, la misma ventana desde donde miraba el mundo, casi veinte años atrás, y la silla vacía, sin crepúsculo ni desdén. Pero ocurrió en un segundo, aquel adolescente que fui me miró en silencio, sentado enfrente de la ventana –su ventana- y no encontré resquemor en su mirada, de algún modo seguía viviendo su mundo, parecía decirme que estuvo bueno mirar la lluvia desde ahí, que todo lo meditado está esperando ser corregido y enmendado, que los sueños persisten a pesar de las alas polvorientas, que no hay razones para quemar el pasado.
Soy de olvidar la fecha de los muertos, todo aquello debería ser un prado de flores silvestres, y no un recuento de lápidas y recordatorios, pero esta vez, al irme una vez más de aquella cueva, me pareció justo no cerrar la puerta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario