Las hojas amarillas
perladas por un sol de cobre, a trasluz de la enredadera tan verde, es esta la
ventana de mi cuarto de reposo luego de una pequeña cirugía, el oro desprendido
de los árboles de enfrente, y el verde de lo que renace en espiral, la descomposición
y lo perenne, voy en círculos hacia una divagación que me mantenga interesado
en la postal de otoño, y en este discurrir tan poco profano de mi, hurgando
apenas en el devenir-encrucijada, moviéndome de lado lo mínimo imprescindible.
Me quedo pensando en los que estaban atados a la camilla, resignando la suerte
de saberse inútilmente jóvenes, haciendo un listado de temas comunes para
hablar con sus mujeres, pensando que las preocupaciones mundanas son solo
preocupaciones, transitando el pasillo de vidrio donde no es posible hacer de
cuenta que no formamos parte de esa circunstancia, o tal vez deba decir
coyuntura.
El muchacho se
quejaba del ardor de sus heridas, la anestesia ya no le bastaba y
pedía sin voz por un calmante, su chica musitaba absurdos consuelos, nos
separaba una pared de plástico de hospital reciclado, y una cortina de tela que
suponía aislamiento, pienso que no es posible ataviar las palabras para evitar que se
filtren imperceptibles por los laberintos inmaculados, y que entonces se pierdan sin ser profanadas por extraños.
En los pasillos de los consultorios se dispersan los lamentos, los suspiros,
las leves respiraciones, el ruido lejano de una tos, los coloquiales comentarios. Todo es una suma de
cubículos que encierran historias, una gota que cae del suero, una luz
artificial.
Escucho a un anciano
que por la voz parece bien vestido, dice con algo de resignación “ya pasé
por esto” (en realidad todos estamos con una bata celeste, indefensos y
horizontales intentando parecer hermosos perdedores) “me duele acá” dice
el muchacho, me da la sensación que la vida se le viene encima como la
implosión de un edificio abandonado, se trata de voces que cada tanto son
interrumpidas por los barbijos parlantes de las discretas enfermeras ¿qué dirán
cuando llegan a sus casas? ¿compararán con sus maridos el semblante de nuestros
rostros?
Estamos pálidos y anestesiados, y afuera de esto pareciera que todo comienza de nuevo, porque me doy cuenta que es la mínima aspiración a la que no debiera renunciar nunca la raza humana.
Estamos pálidos y anestesiados, y afuera de esto pareciera que todo comienza de nuevo, porque me doy cuenta que es la mínima aspiración a la que no debiera renunciar nunca la raza humana.
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