sábado, 20 de abril de 2013

Desde la ventana de una habitación


Las hojas amarillas perladas por un sol de cobre, a trasluz de la enredadera tan verde, es esta la ventana de mi cuarto de reposo luego de una pequeña cirugía, el oro desprendido de los árboles de enfrente, y el verde de lo que renace en espiral, la descomposición y lo perenne, voy en círculos hacia una divagación que me mantenga interesado en la postal de otoño, y en este discurrir tan poco profano de mi, hurgando apenas en el devenir-encrucijada, moviéndome de lado lo mínimo imprescindible. Me quedo pensando en los que estaban atados a la camilla, resignando la suerte de saberse inútilmente jóvenes, haciendo un listado de temas comunes para hablar con sus mujeres, pensando que las preocupaciones mundanas son solo preocupaciones, transitando el pasillo de vidrio donde no es posible hacer de cuenta que no formamos parte de esa circunstancia, o tal vez deba decir coyuntura.

El muchacho se quejaba del ardor de sus heridas, la anestesia ya no le bastaba y pedía sin voz por un calmante, su chica musitaba absurdos consuelos, nos separaba una pared de plástico de hospital reciclado, y una cortina de tela que suponía aislamiento, pienso que no es posible ataviar las palabras para evitar que se filtren imperceptibles por los laberintos inmaculados, y que entonces se pierdan sin ser profanadas por extraños. En los pasillos de los consultorios se dispersan los lamentos, los suspiros, las leves respiraciones, el ruido lejano de una tos, los coloquiales comentarios. Todo es una suma de cubículos que encierran historias, una gota que cae del suero, una luz artificial.

Escucho a un anciano que por la voz parece bien vestido, dice con algo de resignación “ya pasé por esto” (en realidad todos estamos con una bata celeste, indefensos y horizontales intentando parecer hermosos perdedores) “me duele acá” dice el muchacho, me da la sensación que la vida se le viene encima como la implosión de un edificio abandonado, se trata de voces que cada tanto son interrumpidas por los barbijos parlantes de las discretas enfermeras ¿qué dirán cuando llegan a sus casas? ¿compararán con sus maridos el semblante de nuestros rostros?

Estamos pálidos y anestesiados, y afuera de esto pareciera que todo comienza de nuevo, porque me doy cuenta que es la mínima aspiración a la que no debiera renunciar nunca la raza humana.

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