sábado, 31 de agosto de 2013

La imperceptible claridad

Ayer cuando entraba al trabajo, a la misma hora de siempre, el cielo estaba oscuro y apenas una línea entre bermeja y amarillenta se asomaba por entre las copas de los árboles más altos, hoy ya se notaba otra claridad en el cielo, como si el mundo girara levemente en su eje, anunciando tibiamente la proximidad de la primavera, pero el sauce de las ramas vencidas aún no tiene hojas, y la hierba ya no amanece blanca. 

Ocurre invariablemente, los ciclos de los árboles que frecuentamos se tornan nuestra medida del tiempo, el otro día pensé “ya vi florecer cinco veces este mismo árbol” y quisiera que no vuelva a ocurrir, que aparezcan otros horizontes, otras rutinas cuadriculadas, otros rostros ocasionales.
Vaya a saberse porqué, al ver las primeras flores, pensé en un cuento de Oscar Wilde, un pequeño fragmento, tan simple como puro:

De pronto se frotó los ojos, como si no pudiera creer lo que veía, y miró, y miró…
Ciertamente era un espectáculo maravilloso. En el rincón más lejano del jardín había un árbol completamente cubierto de flores blancas; sus ramas eran todas de oro, y de ellas colgaba fruta de plata, y al pie estaba el niño al que el gigante había amado...

Era el cuento del gigante egoísta, aquel que mostraba el amanecer de la luz en la naturaleza, como estrellas de día, titilantes, donde los doce melocotoneros se cubrían con delicadas flores color rosa y perla, donde todo lo que emanaba del cuento eran niños cantando con dulzura, rodeando con la escritura las orillas de un paraíso terrenal. La feliz patria de la infancia.

Oscar Wilde decía que solo podía haber dos clases de personas: los que son encantadores, y los que no lo son.

Y creo que tenía razón.

sábado, 24 de agosto de 2013

Ginebra con coca...

No trazo proyecciones vulgares del alcanzado estado creativo, todo eso urde apreciaciones vanas, colgajos literarios hacia vericuetos de jardines siempre abandonados, donde es evidente la ausencia del discurso intelectual, a la vez que la hiedra crece salvaje e indómita en los subterfugios de la razón. Allí el poema nace y lo demás se detiene, lo que se va bebiendo no es el vaso de alcohol, es la ida del poema sin sentido, abrazando cónclaves de bastarda ironía, sucumbiendo al desbrozar de lo imperecedero y de todo lo destilado, lo expulsado de sí, lo que no vuelve porque queda fijado en arrugados papeles, y no se entiende hacia donde se va, pero se sabe que no es posible volver, que irremediablemente lo fugado estalla en algún lugar del intelecto, y después queda ir descendiendo en la recta luminosa, dejando el pedregoso camino y callando por inercia, riendo de los lentos actores que caminan a nuestro lado, marchando con mansedumbre hacia sus cuevas, porque ya no queda atisbo de las estrellas que nos cubrieron piadosamente, porque el poema no fue pronunciado, porque se deshizo en palabras (mera representación de lo caótico) profanando sentencias absolutas, como si todo se tratase de una  pretendida paradoja, por la cual los críticos desestimarían considerar la hilatura de un esquema, acaso la articulación de algún sentido, una simple conjetura de mesa concurrida con cadáveres exquisitos.

Hoy los poemas se escabullen hacia fuera, pareciera que es propio de una bitácora ofrecer simples mendrugos, nada que suponga la idea de publicación, o el simple hecho de encontrar un hilo conductor entre tanto ovillo desmesurado.

martes, 20 de agosto de 2013

Líneas y puntos

Una vez dentro del Museo de Bellas Artes de Buenos Aires, yo era una línea que se trazaba entre puntos inamovibles, como si estos fueran canteros con flores de plástico, bajo reflectores de luces blancas recubiertas de filamentos fluorescentes, podía desplazarme o trasladarme entre las obras de arte fijadas en el lienzo, y detenerme en movimiento delante de una columna griega, absolutamente anacrónica, tratando captar el sesgo de una mancha en el óleo atiborrado de nervios y tensiones, para luego dispersarme en un cielo amplio celeste con nubarrones violetas y detrás un rancho, un caballo atado a un palenque y un árbol seco, el sol pálido, las espinas con violetas marchitas. A dos metros un conde del Renacimiento dejaba de parpadear para siempre, la luz ínfima pero plena, la capa roja brillante, la espada sin envainar. Un ópalo amarillento me trajo al pasillo de los helechos mientras una pareja de ancianos mutilaba la escena con un gesto desdeñoso. Cuadros de una galería de arte, las líneas se entrelazaban con otras que parecían serpentear vívidamente, los puntos se reiteraban en zonas cohesivas, los visitantes eran sombras de secuencias veloces, el plano era un cristal ubicado en lo alto que reflejaba nuestra efímera inmediatez, el cristal deforme de personas en tránsito, he allí una palabra inadecuada para el contexto, que todos representan bajo la figura del dramaturgo que hace hamlet en la cola de la verdulería; estar en tránsito, mientras el significado se apaga en la tela rasgada de una improbable coyuntura.

Un sutil ejercicio.
Enumerar los enmarcamientos del blando desfile y hacer un ostentamiento de la ignorancia circunstancial, literatura de folletos, y todo en un pasaje fatuo de visita guiada, fijando la vista en la fotocopia, formando parte de un itinerario.

El tiempo del pasillo artísticamente iluminado prosiguió hasta el final del recorrido. Me detuve en una obra, una única obra, pequeña, perfectamente solitaria, se trataba de una pintura de Rouault, el rostro granítico del payaso que parecía tallado en una piedra, estuve 10 minutos sin moverme, solo dos metros me separaban de la obra, detenido en cada línea, en cada rasgo, en cada tono, en cada punto, pero aquello eran bloques de sensaciones, y lo que tenía enfrente era la fijación de una mirada incólume, una mirada de cruce de tiempos y caminos. No supe explicarme como volví de aquella abstracción, como atravesé la puerta llena de autos que me invadieron con gestos mecánicos, ni siquiera entendí cual era mi lugar en todo ese circuito. No entendí nada.

Ahora salgo del plano. Fumo un habano y bebo vino. Hay luna llena. Es bueno saber que las volutas de humo forman parte de mi sombra. Un ruido de motor se pierde entre los ladridos de la noche, estoy pensando como sigue esto mientras las colillas se dispersan entre las baldosas.
Con un cuchillo de campo rasgo un tejido pintado de verde, se desprenden hilos de un amarillo en tono pastel, vuelvo a hundir la pálida hoja de metal, y al hurgar entre los filamentos advierto una tenue capa rojiza, con veteados minerales, adheridos a la madera...

Siempre hay un debajo en el arte, mientras hago un ejercicio de líneas y puntos, sin saber que pulso desgarró la tela que acabo de profanar. 

viernes, 16 de agosto de 2013

La quieta voluntad

Me duelen las manos, la piel se agrieta y sale sangre que se coagula y resquebraja como lija, tuve un día particularmente gris, últimamente ando corriendo porque pienso que eso me va a hacer bien, la realidad es siempre inalcanzable, el cuadro siempre es el mismo, una sombra cansada corriendo contra su propia voluntad, buscando sentir asombro cuando todo lo que tiene por delante es un perímetro que le recuerda su propia esclavitud. Así se forjan las resignaciones, y se apartan las secretas ilusiones, confinadas al cajón de las palabras, donde se articulan sin elegancia buscando alcanzar el dominio de un plano. Hace tiempo que me duele la espalda, en casa no hay espejos, de lo contrario sería difícil aceptar que eso que se ve es uno mismo, inclinado por habituarse a no ser, y a las constantes sinrazones de entender lo que el tiempo mudó en calmo desasosiego. Fracaso puntualmente, y eso es todo lo que pueda decirse. Parece que las llagas de las manos están cicatrizando, pero cada vez me arden más, hace poco tuve que comprar lentes para la lectura, “es el paso del tiempo” pensé...y ahora me doy cuenta que la primavera está cerca y que estas cosas se tienen que marchar, como los capullos cuando caen en su hora, o las mariposas que se desprenden de su membrana, o incluso el barrendero que se lleva las últimas hojas del invierno con una escoba sin memoria, recogidas en una bolsa negra, en el exacto momento que la luna se posa sobre el tejado, mientras las ramas del único fresno la atraviesan por dentro.

sábado, 10 de agosto de 2013

Sobre conversaciones y poemas...

Si lográramos escribir poemas mediante la oralidad, las construcciones serían inabarcables, nos daríamos cuenta, por ejemplo, que siempre –o casi siempre– hablamos en prosa, y que ciertas estructuras se moldean articulando palabras que nunca serán salvadas en un papel.
El punto sería como atenuar la respiración en el poema oral, como lograr el vaivén con las palabras, como ir deshilando la bruma, como observar desde un plano la última estrofa de lo vertebrado.

Lo que sigue es parte de una conversación, fue conservada en la memoria, de algún modo, al transcribirla, soy uno de aquellos reclusos que mejoraron el cinematográfico poema del marqués de Sade, una poesía hecha desde todos los sentidos; voces, miradas, orejas, y una única lapicera, copiando el eco de una idea con errores de ortografía.

-Yo he recibido cartas a mano, ya no se estila, llegaban las cartas y los papeles venían con lágrimas, venían con vino, una serie de manchas que quedaban impregnadas con la escritura, y sin embargo eran despachadas al destinatario. Con la encomienda no solo llegaban las palabras escritas, llegaba también el perfume, cierta presencia de un tiempo muerto, la permanencia de lo invisible.
-Se dijo alguna vez que antes, la mano conducía al pincel y que ahora la máquina conduce a la mano.
-es cierto eso, no sé quien lo dijo.
-la primera arte mecánica es la fotografía, ahora están los correos electrónicos y también esto de twitter, que obliga a ser conciso, en realidad obligaría a la poesía a ser concebida.
-El otro día comentaba que la poesía debe ser hecha por todos, he notado que en algunas ceremonias chamánicas hay una elaboración de la muerte, una construcción colectiva, los ancianos transcribieron desde la oralidad aquellos quejidos y aquellos gestos, recitaban con lanzas primitivas y andaban con una especie de cántaro y un palo, siempre en movimiento, y cuando les preguntaron porqué hacían eso contestaron que si paraban se caía el universo...

Luego el tema cambia una vez más, el interlocutor ya no interrumpe, el emisor monologa, pero me basta el ejemplo para tomar algunas ideas, a pesar de las rupturas discursivas en la conversación. Luego podría haber poema, pero para eso es necesario encontrarlo, dejar que también nos encuentre, mientras otras cosas van fluctuando, elementos de la realidad que se insertan, disyuntivas que van agregando variables, partes reales y partes imaginadas, partes extraídas y partes arrancadas (que no es lo mismo), y luego parece que es posible comprobar cierta hilatura, cierto sentido,  entonces solo queda terminar lo que siempre estuvo en el aire, hacer un trabajo con las estrofas, como partículas de un universo acaso incomprendido.

Es como lo que leí el otro día por parte de un gran poeta, citando a la escritora Marianne Moore:  jardines imaginarios con sapos de verdad en ellos.

domingo, 4 de agosto de 2013

Cuestionar la construcción

Con cierta frecuencia tengo el impulso de la escritura, es algo que simplemente ocurre. Creo que siempre me acompañará eso de construir y cuestionar la construcción, es parte de mi naturaleza supongo. El otro día estuve en un evento literario, ocupé un asiento para balbucear nimiedades absolutas. Me llegué a preguntar si en esa galería el espejo de la vanidad reflejaba destellos del entendimiento.

Ahora me pregunto que es el presente, que es el yo. Si despertara en el asiento trasero del auto a un costado de la ruta nocturna, sentiría por algunos segundos la angustia de no saber quien soy, pero fuera de estas disquisiciones me obnubila el origen de las ideas, y el porqué de las etimologías.

¿Cómo nace un concepto? ¿porqué al acto de de ejecutar vibraciones en artefactos se lo llama música? ¿porqué música lleva ese nombre? ¿porqué la asociación inmediata? ¿Que origen antecede la idea de aquello que se nombra? ¿De donde viene el vórtice de la palabra? ¿Porqué escribo? ¿Porqué vuelvo a preguntar siempre lo mismo?  

Ir en espiral hacia lo desconocido. Buscar la forma cuando solo hay tañidos de palabras que se apagan y se encienden, como resplandores anaranjados en el borde de las piletas, cuando ya es tiempo de partir y la opacidad se mueve en círculos hacia el horizonte.

Estoy esperando que aparezca el resquicio de una idea.
Algo, cualquier cosa, para tener el pretexto de poder decir que es la verdad.

jueves, 1 de agosto de 2013

Un prólogo...

Al lector

Ni edulcorado optimismo ni acérrimo pesimismo: se trataría, sí, en todo caso, de ser capaces de sostener la mirada allí, donde la incertidumbre acosa a la conciencia humana.
La acosa y la desgarra. Giannuzzi es un grande por eso y porque, como poeta, encontró la forma de expresarlo.
No a la poetización y sí a la construcción de una voz, de una poesía, que fue despojándose de colgajos líricos, a través de las distintas épocas de su desarrollo.
Giannuzzi entendió que dejar que se oyera esa voz, filtrándola por entre los barrotes del poema, era lo sustancial. Se dio, entonces, a esa aventura; la aventura de combinar palabras en pequeños dispositivos donde llegaran, como gustaba decirlo, “hasta el hueso”.
Giannuzzi sorprende siempre al plantear el dilema de la existencia en las dos o tres líneas últimas de sus poemas minimalistas.
El lector no esperaba que la pregunta por el mundo, por el tiempo, por la vida, por la muerte, quedara formulada tan abruptamente con la fuerza de una pedrada en el estanque; de una epifanía. Por la política.
El lector ha sido golpeado, y, de pronto, despierta. Su rutina de cotidianeidad ha sido rota, hecha trizas: pero ahora ve más allá de la comodidad de lo que llamaba lo real.
Giannuzzi, una y otra vez, vuelve sobre lo mismo, se interroga irónico, autosatírico, tuerce y retuerce hasta quedarse con una suerte del sentido del sinsentido; se instala en el absurdo como el hombre del subsuelo, como Celine. Pero también resuena Dante en líneas donde la potencia del concepto rompe el molde.
Giannuzzi, para decirlo de una vez, es uno de los grandes de la poesía argentina contemporánea.
El chantaje sentimental no lo contó entre sus practicantes.
Giannuzzi logró ser conciso en el terreno donde la metafísica “poética” es un tembladeral.
¿Qué más?
Giannuzzi afirmaba que era un poeta estándar, que no había innovado nada: fue sólo una palabreja, un desafío a los estúpidos fieles de la novedad.
Entre tanto estándar o no estándar influyó en buena parte de los jóvenes que escriben poesía en la actualidad: está vivo en su propia poesía y en la de ellos.

Prólogo del libro “Un arte callado” de Joaquín Giannuzzi, a cargo de Leónidas Lamborghini.

Alguna vez sostuve que la poesía no debería necesitar de prólogos que la justifiquen o comprendan, en ese sentido me había parecido esclarecedor el ejemplo de César Aira al presentar la obra poética de Osvaldo Lamborguini (poemas 1969-1985) “Edición al cuidado de César Aira”, donde deja que la obra se defienda por sí sola, empieza con un poema del autor como toda carta de presentación y solo al final del libro comparte una serie de notas intentando explicar los motivos de la obra publicada.

Citar el tema ineludiblemente conlleva un nombre propio: Jorge Luis Borges. Cada uno de sus prólogos representan una invitación al placer de la lectura, que notablemente introducía en el lector el sentido de la dicha y la curiosidad. En su “prólogo de prólogos” se puede leer lo siguiente:
El prólogo, en la triste mayoría de los casos, linda con la oratoria de sobremesa o con los panegíricos fúnebres y abunda en hipérboles irresponsables, que la lectura incrédula acepta como convenciones del género...

Sin embargo se sabe que hay prólogos no menos admirables de las páginas que dulcemente serán profanadas por el lector. Es lo que me ocurrió con la lectura del prólogo de “Un arte callado”, de Joaquín Giannuzzi, escrito por Leonidas Lamborguini. Literatura de la literatura, una introducción personal y compleja del sentido de la escritura del gran poeta argentino, aquel que le confió a Fabián Casas: “Gelman y Lamborguini son buenos poetas, yo hago lo que puedo”.


Vale la pena detenerse en este prólogo, provoca el efecto de  ir hacia el poema, y corroborar que lo leído hasta el momento es una antesala de la epifánica construcción.