Ayer cuando entraba al trabajo, a la misma hora de siempre, el
cielo estaba oscuro y apenas una línea entre bermeja y amarillenta se asomaba
por entre las copas de los árboles más altos, hoy ya se notaba otra claridad en
el cielo, como si el mundo girara levemente en su eje, anunciando tibiamente
la proximidad de la primavera, pero el sauce de las ramas vencidas aún no tiene
hojas, y la hierba ya no amanece blanca.
Ocurre
invariablemente, los ciclos de los árboles que frecuentamos se tornan nuestra
medida del tiempo, el otro día pensé “ya vi florecer cinco veces este mismo
árbol” y quisiera que no vuelva a ocurrir, que aparezcan otros horizontes,
otras rutinas cuadriculadas, otros rostros ocasionales.
Vaya a saberse
porqué, al ver las primeras flores, pensé en un cuento de Oscar Wilde, un pequeño
fragmento, tan simple como puro:
De pronto se frotó
los ojos, como si no pudiera creer lo que veía, y miró, y miró…
Ciertamente era un
espectáculo maravilloso. En el rincón más lejano del jardín había un árbol
completamente cubierto de flores blancas; sus ramas eran todas de oro, y de
ellas colgaba fruta de plata, y al pie estaba el niño al que el gigante había
amado...
Era el cuento del
gigante egoísta, aquel que mostraba el amanecer de la luz en la naturaleza,
como estrellas de día, titilantes, donde los doce melocotoneros se cubrían con
delicadas flores color rosa y perla, donde todo lo que emanaba del cuento eran
niños cantando con dulzura, rodeando con la escritura las orillas de un paraíso
terrenal. La feliz patria de la infancia.
Oscar Wilde decía
que solo podía haber dos clases de personas: los que son encantadores, y los
que no lo son.
Y creo que tenía
razón.
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