sábado, 31 de agosto de 2013

La imperceptible claridad

Ayer cuando entraba al trabajo, a la misma hora de siempre, el cielo estaba oscuro y apenas una línea entre bermeja y amarillenta se asomaba por entre las copas de los árboles más altos, hoy ya se notaba otra claridad en el cielo, como si el mundo girara levemente en su eje, anunciando tibiamente la proximidad de la primavera, pero el sauce de las ramas vencidas aún no tiene hojas, y la hierba ya no amanece blanca. 

Ocurre invariablemente, los ciclos de los árboles que frecuentamos se tornan nuestra medida del tiempo, el otro día pensé “ya vi florecer cinco veces este mismo árbol” y quisiera que no vuelva a ocurrir, que aparezcan otros horizontes, otras rutinas cuadriculadas, otros rostros ocasionales.
Vaya a saberse porqué, al ver las primeras flores, pensé en un cuento de Oscar Wilde, un pequeño fragmento, tan simple como puro:

De pronto se frotó los ojos, como si no pudiera creer lo que veía, y miró, y miró…
Ciertamente era un espectáculo maravilloso. En el rincón más lejano del jardín había un árbol completamente cubierto de flores blancas; sus ramas eran todas de oro, y de ellas colgaba fruta de plata, y al pie estaba el niño al que el gigante había amado...

Era el cuento del gigante egoísta, aquel que mostraba el amanecer de la luz en la naturaleza, como estrellas de día, titilantes, donde los doce melocotoneros se cubrían con delicadas flores color rosa y perla, donde todo lo que emanaba del cuento eran niños cantando con dulzura, rodeando con la escritura las orillas de un paraíso terrenal. La feliz patria de la infancia.

Oscar Wilde decía que solo podía haber dos clases de personas: los que son encantadores, y los que no lo son.

Y creo que tenía razón.

No hay comentarios:

Publicar un comentario