Al
lector
Ni
edulcorado optimismo ni acérrimo pesimismo: se trataría, sí, en todo caso, de
ser capaces de sostener la mirada allí, donde la incertidumbre acosa a la
conciencia humana.
La
acosa y la desgarra. Giannuzzi es un grande por eso y porque, como poeta,
encontró la forma de expresarlo.
No
a la poetización y sí a la construcción de una voz, de una poesía, que fue
despojándose de colgajos líricos, a través de las distintas épocas de su
desarrollo.
Giannuzzi
entendió que dejar que se oyera esa voz, filtrándola por entre los barrotes del
poema, era lo sustancial. Se dio, entonces, a esa aventura; la aventura de
combinar palabras en pequeños dispositivos donde llegaran, como gustaba
decirlo, “hasta el hueso”.
Giannuzzi
sorprende siempre al plantear el dilema de la existencia en las dos o tres
líneas últimas de sus poemas minimalistas.
El
lector no esperaba que la pregunta por el mundo, por el tiempo, por la vida,
por la muerte, quedara formulada tan abruptamente con la fuerza de una pedrada
en el estanque; de una epifanía. Por la política.
El
lector ha sido golpeado, y, de pronto, despierta. Su rutina de cotidianeidad ha
sido rota, hecha trizas: pero ahora ve más allá de la comodidad de lo que
llamaba lo real.
Giannuzzi,
una y otra vez, vuelve sobre lo mismo, se interroga irónico, autosatírico,
tuerce y retuerce hasta quedarse con una suerte del sentido del sinsentido; se
instala en el absurdo como el hombre del subsuelo, como Celine. Pero también
resuena Dante en líneas donde la potencia del concepto rompe el molde.
Giannuzzi,
para decirlo de una vez, es uno de los grandes de la poesía argentina
contemporánea.
El
chantaje sentimental no lo contó entre sus practicantes.
Giannuzzi
logró ser conciso en el terreno donde la metafísica “poética” es un tembladeral.
¿Qué
más?
Giannuzzi
afirmaba que era un poeta estándar, que no había innovado nada: fue sólo una
palabreja, un desafío a los estúpidos fieles de la novedad.
Entre
tanto estándar o no estándar influyó en buena parte de los jóvenes que escriben
poesía en la actualidad: está vivo en su propia poesía y en la de ellos.
Prólogo
del libro “Un arte callado” de Joaquín Giannuzzi, a cargo de Leónidas
Lamborghini.
Alguna
vez sostuve que la poesía no debería necesitar de prólogos que la justifiquen o
comprendan, en ese sentido me había parecido esclarecedor el ejemplo de César
Aira al presentar la obra poética de Osvaldo Lamborguini (poemas 1969-1985)
“Edición al cuidado de César Aira”, donde deja que la obra se defienda por sí
sola, empieza con un poema del autor como toda carta de presentación y solo al
final del libro comparte una serie de notas intentando explicar los motivos de
la obra publicada.
Citar
el tema ineludiblemente conlleva un nombre propio: Jorge Luis Borges. Cada uno
de sus prólogos representan una invitación al placer de la lectura, que
notablemente introducía en el lector el sentido de la dicha y la curiosidad. En
su “prólogo de prólogos” se puede leer lo siguiente:
El prólogo, en la
triste mayoría de los casos, linda con la oratoria de sobremesa o con los
panegíricos fúnebres y abunda en hipérboles irresponsables, que la lectura
incrédula acepta como convenciones del género...
Sin
embargo se sabe que hay prólogos no menos admirables de las páginas que
dulcemente serán profanadas por el lector. Es lo que me ocurrió con la lectura
del prólogo de “Un arte callado”, de Joaquín Giannuzzi, escrito por Leonidas
Lamborguini. Literatura de la literatura, una introducción personal y compleja
del sentido de la escritura del gran poeta argentino, aquel que le confió a
Fabián Casas: “Gelman y Lamborguini son buenos poetas, yo hago lo que puedo”.
Vale
la pena detenerse en este prólogo, provoca el efecto de ir hacia el poema, y corroborar que lo leído
hasta el momento es una antesala de la epifánica construcción.
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