Una vez dentro del Museo de Bellas Artes de Buenos Aires, yo era
una línea que se trazaba entre puntos inamovibles, como si estos fueran
canteros con flores de plástico, bajo reflectores de luces blancas recubiertas
de filamentos fluorescentes, podía desplazarme o trasladarme entre las obras de
arte fijadas en el lienzo, y detenerme en movimiento delante de una columna
griega, absolutamente anacrónica, tratando captar el sesgo de una mancha en el
óleo atiborrado de nervios y tensiones, para luego dispersarme en un cielo
amplio celeste con nubarrones violetas y detrás un rancho, un caballo atado a
un palenque y un árbol seco, el sol pálido, las espinas con violetas marchitas.
A dos metros un conde del Renacimiento dejaba de parpadear para siempre, la luz
ínfima pero plena, la capa roja brillante, la espada sin envainar. Un ópalo
amarillento me trajo al pasillo de los helechos mientras una pareja de ancianos
mutilaba la escena con un gesto desdeñoso. Cuadros de una galería de arte, las
líneas se entrelazaban con otras que parecían serpentear vívidamente, los
puntos se reiteraban en zonas cohesivas, los visitantes eran sombras de
secuencias veloces, el plano era un cristal ubicado en lo alto que reflejaba
nuestra efímera inmediatez, el cristal deforme de personas en tránsito, he allí
una palabra inadecuada para el contexto, que todos representan bajo la figura
del dramaturgo que hace hamlet en la cola de la verdulería; estar en tránsito,
mientras el significado se apaga en la tela rasgada de una improbable
coyuntura.
Un sutil ejercicio.
Enumerar los enmarcamientos del blando desfile y hacer un
ostentamiento de la ignorancia circunstancial, literatura de folletos, y todo
en un pasaje fatuo de visita guiada, fijando la vista en la fotocopia, formando
parte de un itinerario.
El tiempo del pasillo artísticamente iluminado prosiguió hasta
el final del recorrido. Me detuve en una obra, una única obra, pequeña,
perfectamente solitaria, se trataba de una pintura de Rouault, el rostro granítico
del payaso que parecía tallado en una piedra, estuve 10 minutos sin moverme,
solo dos metros me separaban de la obra, detenido en cada línea, en cada rasgo,
en cada tono, en cada punto, pero aquello eran bloques de sensaciones, y lo que
tenía enfrente era la fijación de una mirada incólume, una mirada de cruce de
tiempos y caminos. No supe explicarme como volví de aquella abstracción, como
atravesé la puerta llena de autos que me invadieron con gestos mecánicos, ni
siquiera entendí cual era mi lugar en todo ese circuito. No entendí nada.
Ahora salgo del plano. Fumo un habano y bebo vino. Hay luna
llena. Es bueno saber que las volutas de humo forman parte de mi sombra. Un
ruido de motor se pierde entre los ladridos de la noche, estoy pensando como
sigue esto mientras las colillas se dispersan entre las baldosas.
Con un cuchillo de campo rasgo un tejido pintado de verde, se
desprenden hilos de un amarillo en tono pastel, vuelvo a hundir la pálida hoja de
metal, y al hurgar entre los filamentos advierto una tenue capa rojiza, con
veteados minerales, adheridos a la madera...
Siempre hay un debajo en el arte, mientras hago un ejercicio de
líneas y puntos, sin saber que pulso desgarró la tela que acabo de profanar.
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