Hace poco escribí algo sobre las
imbricaciones, se las transmití a un viejo amigo bajo la forma de noctámbulos
versos y me respondió como quien, acaso sin saberlo, otorga luminoso nacimiento
a una tertulia. Mi amigo Rafael, para quien ciertas palabras, por no ser de uso
diario en el lenguaje coloquial, suelen desvanecerse en su prosaica
significación, consideró pertinente desempolvar un viejo diccionario kapelusz
para ir a la raíz del término, que decía:
“Yuxtaposición de tejas, planchas, escamas de peces
u otras cosas, dispuestas en forma tal que cada una cubra parcialmente a la
otra”.
Me pregunto si todo poema no es más que una persistente imbricación propio de un desbrozar prosaico de nuestro yo más profundo. Insistencia que labrará en la opacidad sus frutos más dulces y más amargos. Me pregunto algo que solo tiene asidero en los extraños mecanismos de la creación, de ahí resulta que las respuestas nunca podrán ser lineales, se abrirán como paneles de abejas, se circunscribirán en lo abyecto y se bifurcarán bajo soles anaranjados, después de eso queda el más absoluto silencio. Volver atrás o tornarnos un puente donde posar nuestra melancólica contemplación.
A veces, lo que empieza como la búsqueda de respuestas a preguntas nunca formuladas, termina implicando una evasión sórdida que agrega nuevas imbricaciones a los ya impenetrables desvaríos de nuestra flamígera subjetividad.
Tal vez, la tesitura de un vidente se encuentre habitada de imbricaciones, no queda otra cosa que desbrozar cada capa, hasta hallar algo, que no es posible nombrar, es una forma de evasión que habilita seguir cursando el inevitable ejercicio de una construcción.
A veces es un párrafo, a veces la antesala de un laberinto.
Siempre estamos solos.
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