Alguna vez escribí esta carta a una poetisa:
A veces
pienso que en nuestros corazones ya sabemos cuán difícil es el camino que
estamos recorriendo, no nos bastan los versos, la poesía en cierto modo nos
tendió una trampa, nos hizo ver que es necesario el descenso para alcanzar la
verdad, para vislumbrar siquiera un absoluto que nos permita discernimiento,
calma, luminosa ebriedad, ahora se que es preciso ir hacia atrás, estudiar toda
métrica, todo volcánico origen, toda compleja estructura...
A veces
pienso que ya sabemos a lo que estamos renunciando, y nos duele, porque tal vez
este camino que elegimos no nos lleve a buen puerto…
Después la carta continuaba, no importa adonde, pretendo una reescritura de un hecho vencido. Solo pienso si escribir poesía no permite otra cosa que tornar clarividente, mediante abstracciones y alegorías, aquello que sedimenta el plano de la cotidianidad, tornando obtuso el sendero de la rutina. Se ve porque es preciso hacerlo, otros seguramente inclinarán su extrañeza aceptando la triste pared que levantaron con sus propios sentidos.
Es probable que lo doloroso resulte situarnos fatigosamente en aquella obra que prometimos a nuestros semejantes y que todavía no cumplimos, porque ¿de qué nos servirían estos penosos senderos, y estos silencios que nos excluyen, y esta agonía que no es nuestra, si no pudiéramos, al final del camino, reposar en el horizonte de nuestra propio cansancio, y encontrar que al menos estuvimos erguidos en el poema, sosteniendo una lumbre en la noche fría?.
Si pudiéramos cambiar nuestras naturalezas, y de ese modo abrazar el regocijo y recorrer indefinidamente el blando desfile de la vida aparente, pero no, sean como fueren nuestras naturalezas debemos aceptarlas, dejar que los lobos aúllen, bajo una lluvia sin nombre, añorando una silla de mimbre en un horizonte de sal.
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