sábado, 31 de marzo de 2012

El silencio del después


Decía Atahualpa Yupanqui que los poetas “Sienten cuando los ronda de cerca el gran silencio; cuando se les va acercando, cada día, cada semana, como una sombra amplia, amada, nunca desconocida, el silencio”. Debe ser cierto, al menos por un segundo, sentir que hay una sombra detrás del alma, y que solo un hilo de voz puede nombrarla.
Con el tiempo viene otro silencio, se construye un testamento, se intenta significar en páginas descoloridas un paso por la vida, se juntan reseñas, como si recogiéramos tierra para llenar un huerto, y luego los frutos que deberían nacer para que la rueda se complete.

Tal vez sea por esto que la otra noche, mientras fumaba un habano, me quedé mirando una única estrella desde una silla que parecía de mimbre, llegué a pensar que en ese momento podía ser la única persona en el mundo que estaba mirando detenidamente esa estrella, el hecho me consoló. Entre las volutas de humo me dejaba callar en un vaivén quieto, formado por las hebras de mi propio desasosiego.
Vaya a saberse porqué, pensé en mi abuelo, que falleció en el 2000, el había nacido en 1915 así que si no saqué mal la cuenta vivió 85 años, hubiera vivido más de no haber sido por un accidente, todo aquello que como albañil construía lo tuvo que interrumpir, quedando en cama sus últimos días, inmóvil y mirando la televisión, justo el.

Recuerdo que mi abuelo se estaba muriendo y entonces se me ocurrió preguntarle que es la vida, todavía veo su cara de sorpresa al escuchar la pregunta, un coloso de un metro noventa y cien kilos y parecía desarmado ante la ocurrencia, y entonces me dijo las palabras inmortales, que nunca voy a olvidar: “es buena”.

La vida es buena.

A la semana me invitó a su casa, nos sentamos y me dijo que yo le había hecho una pregunta y que el sentía que debía responderme de otra manera, entonces me dijo que en la vida “hay más contras que derechas”, que “todo tienes que ganártelo” y varias cosas más que prefiero atesorar en algún lugar de mi yo más profundo, pero lo cierto es que estuvo pensando en eso, y sentí que todo valió la pena, experimenté, como pocas veces en mi vida, una sensación de paz, algo que repara como un amanecer o como un cuarto lleno de sol.

Había un pincel en el galpón de mi abuelo, verde y pequeño, me lo llevé, para pintar con silenciosa alegría, todas las paredes del mundo.

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