viernes, 2 de marzo de 2012
Alrededor de la creación poética
“El poeta, con toda la carga de conocido y desconocido, se siente de pronto convocado hacia un afuera cuyas puertas se abren hacia adentro”
Olga Orozco
Me debía esta escritura de Olga Orozco, una iluminación que da buena cuenta de la “infinita probabilidad” que despierta el poema al momento de ser creado, dejando a un lado todo aquello que conduce “a las academias de la prosodia, a los hospitales de la semántica y al panteón de la etimología”. Inevitable la asociación con Rimbaud en ciertos pasajes, escritura candente que busca entre imágenes las estructuras caleidoscópicas del vórtice urdido, fantasmas que las palabras encierran en sí mismas. Nada de este texto tiene desperdicio, la autora advierte el universo imperfecto que rodea todo poema mientras es revelado, y cómo el poeta elige la palabra para convertir esa expresión en símbolo y antorcha.
Para quienes deseen entrar al bosque, prosigan la lectura, a los que no, consuélense con un café caliente mientras cae el atardecer.
La poesía puede presentarse al lector bajo apariencia de muchas encarnaciones diferentes, combinadas, antagónicas, simultáneas o totalmente aisladas. De acuerdo con las épocas, los géneros, las tendencias, puede ser, por ejemplo, una dama oprimida por la armadura de rígidos preceptos, una bailarina de caja de música que repite su giro gracioso y restringido, una pitonisa que recibe el dictado del oráculo y descifra las señales del porvenir, una reina de las nieves con su regazo colmado de cristales casi algebraicos, una criatura alucinada con la cabeza sumergida en una nube de insectos zumbadores, una señora que riega las humildes plantas de un reducido jardín, una heroína que canta en medio de la hoguera, un pájaro que huye, una boca cerrada. ¿Cuál es la imagen verdadera de este inagotable caleidoscopio? La más libre, la más trascendente sin retóricas, la no convencional, la que está entretejida con la sustancia misma de la vida llevada hasta sus últimas consecuencias. Es decir, la que no hace nacer fantasmas sonoros o conceptuales para encerrarlos en palabras, sino que hace estallar a los fantasmas que las palabras encierran en si mismas. Recorrer la trayectoria de la poesía desde la formulación del encantamiento y su consecuente palabra de poder, hasta la época actual, es un camino en doble espiral, tan largo como la génesis del lenguaje y tan tortuoso como la historia del hombre. Analizar el lenguaje de la poesía en sus sonidos y en sus resonancias es atrapar a un coleóptero, a un ángel, a un dios en estado natural y salvaje y someterlo a injerto y disecciones, hasta lograr un cadaver amorfo.. Los poetas conviven con las palabras. Sí, las nutren, las mastican, las aplastan, las pulverizan; combaten por saber quien sirve a quién, o pactan con ellas, o tienen una relación semejante a la de los amantes. La poesía es un organismo vivo, rebelde, en permanente revolución, en permanente metamorfosis. Pero los fonemas, los antónimos, las aféresis, las paragoges, las aliteraciones, las arritmias, los yámbicos, al igual que ciertas ideas fijas, son los parásitos de las palabras; producen enfermedades incurables, vicios rutinarios, vejeces prematuras que conducen a las academias de la prosodia, a los hospitales de la semántica y al panteón de la etimología. Condensando todos los ismos que unen y separan, como los verdaderos istmos, reuniendo en un solo cuerpo las palabras que nacen, crecen, mueren, y renacen, sólo puedo decir que mas allá de cualquier posible discrepancia de acción y de fe, la poesía es un acto de fe, una crítica de la vida, un cuestionamiento de la realidad, una respuesta frente a la carencia del hombre en el mundo, una tentativa por aunar las fuerzas que se oponen en este universo regido por la distancia y por el tiempo, un intento supremo y desesperado de verdad y rescate en la perduración. Ignoro cuál sería el porvenir de la poesía en un mundo regido por una técnica impensable o por una imposible perfección. Silencio, canto de alabanza colectivo, escalofriante mecánica que se genera a si misma, tal vez y digo tal vez, porque no puedo dejar de creer que la poesía no sea una infinita probabilidad. Pero no puedo pensar en un mundo perfecto, sin muerte, sin restricciones, sin tú y yo. Mientras tanto, aquí y ahora, el poeta elige su expresión. Elige la palabra como elemento de conversión simbólica de este universo imperfecto. La idea de que el nombre y la esencia se corresponden, de que el nombre no sólo designa sino que es el ser mismo y que contiene dentro de sí la fuerza del ser, es el punto de partida de la creación del mundo y de la creación poética. Separado de la divinidad, aislado en una parte limitada de la unidad primera o desgarrado en su propio encierro, el individuo siente permanentemente la dolorosa contradicción de su parte de absoluto y de sus múltiples, efervecentes particularidades. Quiere ser otro y todos sin dejar de ser él, no invadiendo sino compartiendo. Ese sentimiento de separación y ese anhelo de unidad, sólo se convierten en fusión total, sumultánea y corpórea, en la experiencia religiosa, en el acto de amor y en la creación poética. El “yo” del poeta es un sujeto plural en el momento de la creación, es un “yo” metafísico, no una personalidad. Esta transposición se produce exactamente en el momento de la inminencia creadora. Es el momento en que la palabra ignorada y compartida, la palabra reveladora de una total participación, la palabra que condensa la luz de la evidencia y que yace sepultada en el fondo de cada uno como una pregunta que conduce a todas las respuestas, y comienza a enunciarse con balbuceos y silencios que pueden corresponder a todos y cada uno de los nombres que encierran los fragmentos de la realidad total. Su resonancia se manifiesta en una sorpresiva paralización de todos los sistemas particulares y generales de la vida. El poeta, con toda la carga de lo conocido y desconocido, se siente de pronto convocado hacia un afuera cuyas puertas se abren hacia adentro. Una tensión extrema se acaba de apoderar de la trama del mundo, próxima a romperse ante la inminencia de la aparición de algo que bulle, crece, fermenta, aspira a encarnarse, en medio de la mayor luz o de la mayor tiniebla. El ser entero ha cesado de ser lo que era para convertirse en una interrogación total, en una expectativa de cacería en la que se ignora quién es el cazador y cuál es el animal al que se apunta. Algo está condensándose, algo está a punto de aparecer. Algo debe aparecer o el universo entero será aspirado en una dirección o estallará con un estrépito ensordecedor en otros miles de fragmentos. El poeta traspone, entonces, las etéreas murallas que lo encierran y sale a enfrentarse con los centinelas de la noche. Va a acceder al mundo del mito, va a repetir el acto creador en el limitado plano de la acción de su verbo, va a enfrentarse con su revelación. No importa que ese momento ejemplar – eterno en la eternidad como el molde del mito – tenga de este lado la duración exacta de un momento del mundo, ni que la palabra que ha usado como un arma de conocimiento y un instrumento de exploración ofrezca, después, el aspecto de un escudo roto o se convierta en un humilde puñado de polvo. Ha penetrado, de todas maneras, o ha creído penetrar, en la noche de la caída, la ha detenido con su movimiento de ascenso y ha revertido el tiempo y el espacio en que ocurría. El pasado y el porvenir se funden en un presente ilimitado donde las escenas más antiguas pueden estar ocurriendo, al igual que las escenas de la profecía. Es un tiempo abierto en todas direcciones. El vacío que precedía al nacimiento se confunde con el vacío adjudicado a la muerte, y ambos se colman de indicios, de vestigios, de señales. “¿Qué memoria es esa que recuerda hacia atrás?”, dice la Reina Blanca de Alicia en el país de las maravillas, y entonces es posible responderle que la memoria es una actualidad de mil caras, que cada cara recubre la memoria de otras mil caras, y que el pasado ha estampado sus huellas infantiles en los muros agrietados del porvenir. Tampoco la distancia que nació con la separación existe ya. La sustancia es una sola en una milagrosa solución de continuidad. Es posible ser todos los otros, una mata de hierba, una tormenta encerrada en un cajón, la mirada de alguien que murió hace 2.500 años. Se está frente a una perspectiva abierta y circular, pero aún en los umbrales del exilio. Es un viaje largo y solitario el que se debe emprender en las tinieblas. El que se interna, amparado por la lucidez, como por el resplandor de una lámpara, no ejercita sus ojos y no vé más allá de cuanto abarca el reducido haz luminoso que posee y transporta. El que avanza a ciegas no alcanza a definir las formas conocidas que se ocultan tras los enmascaramientos de las sombras, ni logra perseguir el rastro de lo fugitivo. No hay conciencia total, ni abandono total. No hay hielo insomne ni hervor alucinado. Hay grandes llamaradas salpicadas de cristales perfectos y grandes cristalizaciones que brillan como el fuego. Hay que tratar de asirlas. Hay que encender y apagar la lámpara de acuerdo con los accidentes del camino. Los senderos son engañosos y a veces no conducen a ninguna parte, o se interrumpen bruscamente, o se abren en forma de abanico. Hay muros que simulan espejismos, imágenes comprometedoras que se alejan, ejércitos de perseguidores y de monstruos, apariencias emboscadas, objetos desconocidos indescifrables que brillan con luz propia, terrenos que se deslizan vertiginosamente bajo los pies. Se viven confusiones desconcertantes entre la pesadilla y la vigilia, lo familiar resulta impenetrable y sospechoso y lo insólito adquiere la forma tranquilizadora de lo cotidiano. Se tiene la sensación de haber contraído una peste que puede producir cualquier transformación, aún la más imaginable, y hay una fiebre que no cesa y que parece alimentarse de la duración. El poeta cree adquirir poderes casi mágicos. Intenta explorar en las zonas prohibidas, en los deseos inexpresados, en las inmensas canteras del sueño. Procura destruir las armaduras del olvido, detener al viento y las mareas, vivir otras vidas, crecer entre los muertos. Trata de cambiar las perspectivas, de presenciar la soledad, de reducir las potencias que terminan por reducirlo al silencio. A lo largo de todo este trayecto, la palabra – única arma con que cuenta para actuar – se ha abandonado a las fuerzas imponderables o ha asumido todo el poder de que dispone para trasmutarse en el objeto mismo de su búsqueda. Por medio del lenguaje, emanación de la palabra secreta, el poeta ha tratado de trascender su situación actual, de remontar la noche de la caída hasta alcanzar un estado semejante a aquel del que gozaba cuando era uno con la divinidad, o de continuar hacia abajo para cambiar lo creado, anexándole otros cielos y otras tierras, con sus floras y sus faunas. El hecho es el mismo: es la repetición del acto creador por el poder del verbo. Por el poder del verbo, el poeta se ha entregado a toda suerte de encadenamientos verbales que anulan el espacio, a ritmos de contracción y de expansión que anulan el tiempo, para coincidir con el soplo y el sentido de la palabra justa: del “séase” o del “hágase”. Pero el poder del lenguaje es restringido por todo el precario sistema de la condición humana. La palabra secreta, capaz de crear un mundo o de devolver éste a sus orígenes, no se manifiesta a través de ninguna aproximación. El poeta ha enfrentado lo absoluto con innumerables expresiones posibles, solamente posibles, con signos y con símbolos que son la cosa misma y que suscitan también imágenes analógicas posibles, solamente posibles. Entre ese inabordable absoluto y este reiterado posible se manifiesta la existencia del poema: lo más próximo de esa palabra absoluta. El poema: un instrumento inútil, una proyección del acto creador que fue descubierto. Para el poeta ha terminado. Al lector le corresponde entonces instalarse frente al poema, que interroga y responde, en su condición de objeto y sujeto. Retomar el mecanismo de la revelación.
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