¿Qué hace que escribamos?¿Qué hace que no escribamos?
Los poetas urden apreciaciones, enarbolan fuegos fatuos, y discuten mientras algunos parroquianos parecen tener estacas en los brazos y el gesto teatral. La ginebra y las volutas de humo agrietan las escamas del poema con múltiples voces. La birome pasa de mano en mano, las luces parecen bostezar.
Por lo demás siempre habrá algún poeta que nos
muestra el secreto del universo…
Ese cuerpo mutilado del poema, urdido
colectivamente en agonía, espera trocar una continuación absurda, su línea
estética se quiebra sucesivamente, adquiere espasmos y aires diáfanos. El de la
tercera mesa devuelve una penumbra, el que se encuentra de pie le agregara una
débil metáfora de lo que no tenía planeado decir.
Es un monstruo de cola infinita que serpentea
entre ángeles y demonios, penumbras, grifos, variaciones, iluminaciones,
soledades (ruidosas las soledades). Arriesgaría decir que un pintor, si tuviera
la encantadora tarea de ilustrar este divague, utilizaría colores verdes y
rayas negras.
Y todo lo que desgrana el cuerpo mutilado es plasmado en un papel. Y con ellos muere la noche, y algo de lo que hicimos muere también.
Después alguien dirá, al micrófono, que el nuevo cadáver exquisito será exhibido en el escenario. Finalmente, el último de los creyentes robará esa conciencia de las múltiples tonalidades, lo recitará una única vez, y aguardaremos en vano una copia.
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