Saco todas mis escrituras de cajas
prolijamente desordenadas (el acto consiste en una abstracción, suelo
desovillar penumbras con las cuales construyo ecuaciones filosóficas, conozco
el sistema).
Estas prácticas son frecuentes desde que era adolescente, he llenado cuadernos producto de mis trances de escritura automática, el áureo espantajo, con su paraguas imposible, lo dibujó mi mujer cuando era niña, a veces recaigo en herramientas prehistóricas, comúnmente bastardeadas por aquellos que suelen trabajar con imágenes o diseños, lo que convierte mi elección en una pequeña parábola irónica (por cierto, mi despreocupación es demencial). Las fotos del mar las saqué en el mar, las huellas son mías, los puntos suspensivos también.
Por lo demás, me armo de la palabra, escribo
porque todo me pertenece, sé que es otro el que teclea en el teclado, el que
declama en hora nocturna, el que suele callar cada intromisión desmedida, cada
relámpago.
Como si apenas lo conociera, esa sombra
engalana mis horas más austeras, y en ocasiones se ríe de mis intentos
literarios.
Creo que afuera la noche se inclina.
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