Alguna vez, Alejandra Pizarnik escribió estos
versos mientras languidecía en la sala 18 del hospital Pirovano:
“Pero le pasó (a Kafka) lo que a mí:
se separó
fue
demasiado lejos en la soledad
y supo
-tuvo que saber-
que de
allí no se vuelve.
Se alejó
–me alejé-
no por
desprecio (claro es que nuestro orgullo es infernal)
sino por
qué una es extranjera
una es
de otra parte,
ellos se
casan,
procrean,
veranean,
tienen
horarios
no se
asustan por la tenebrosa
ambigüedad
del lenguaje
(no es
lo mismo decir Buenas noches que decir Buenas noches)…
Muchos poetas padecieron la soledad, y sin embargo la estrujaron, la hicieron una especie de coraza, le otorgaron significación para crear, lejos de lo que el entorno entiende por vida civilizada, descarnados versos nacidos para ser olvidados en un cajón, urdidos para ser arrojados al fuego, socavados en el mejor de los casos para ser publicados en un sello independiente, como remiendos que arropan atavíos…
Así finalizaba Pizarnik aquel poema, titulado “Sala de psicopatología”, y escrito en 1971, a un año de su muerte:
“El lenguaje
yo no
puedo más,
alma
mía, pequeña inexistente,
decidíte;
te las
picás o te quedás,
pero no
me toques así,
con
pavura, con confusión,
o te vas
o te las picás,
yo, por
mi parte, no puedo más”.
No hubo lilas para esta ausencia.
Alejandra las hubiera despreciado.